martes, 22 de octubre de 2013

Conociendo a María Josefa XII: Crecer, siendo felices

           Crecía la Congregación, y crecía su servicio. El 21 de enero de 1882, llegan de Navarra nada menos que ocho nuevas postulantes. El padre Menni había tenido relación con el monasterio benedictino de Irache, por entonces convertido en hospital de sangre, de la guerra carlista, y con la Basílica de Nuestra Señora de Puy, Patrono de la ciudad de Estella. Por sus frutos los conoceréis: ocho muchachas navarras llegaban a las Hospitalarias, a las que, por otra parte, no les faltaban problemas ni insidias, fruto de la malevolencia de unos, de las incomprensión de otros, de la ignorancia de todos, que siempre es muy atrevida. 

            La “Relación” de Sor Corazón habla de que “cuanto más adelantada iba la obra, más se afanaba y bramaba el demonio de rabia para impedirla”. María Josefa no es una mujer pusilánime, pero tampoco taumatúrgica, ni –menos- llamativa en sus actuaciones. Lo suyo era la humildad, el amor hecho servicio en la contemplación y en la fidelidad oculta, en el desbordante trabajo diario, agotador, en la práctica heroica de las virtudes cristianas del día a día, sin que se note. Así son, y han sido siempre, todos los verdaderos santos: personas de andar por casa, no empalagosos ni almibarados ni melifluos tipos humanos fuera de este mundo, en alguna especie de nube, tocando el arpa… En la autenticidad de lo ordinario, en la generosidad de lo normal, de lo habitual, de lo rutinario, sin que se convirtiera nunca en rutina, la Fundadora seguía dando razón de su esperanza. Recuerdan a la Superiora, arrodillada, dando de comer a las enfermas “con una veneración que edificaba”. Si era preciso sujetar a alguna enferma, no comía ni dormía con sosiego hasta verla libre de sus ataduras. 

                Pronto corrió por toda España la maravilla de trato que en Ciempozuelos recibían las enfermas y muy pronto se acumularon las solicitudes de ingreso, hasta el punto de que no era posible atenderlas todas. Baste un simple dato: en el siguiente verano, de 1883, las novicias y profesas de la Congregación eran ya cuarenta y seis. Habían comenzado diez. Su día no tenía horas suficientes. Siempre dispuesta a calmar penas y llantos y acompañar soledades, a tratar de entender lo incomprensible, va de cama en cama, arropa, sonríe, derrocha confianza y serenidad, organiza, trabaja, reza.
“Brillaba mucho más su caridad, dirá María Angustias, cuando se encontraba con alguna religiosa de genio díscolo o soberbio. Su prudencia le enseñaba que en una familia es el hijo más necesitado aquel del que la madre debe compadecerse con más dedicación. Cuando luego, aquella religiosa estaba más en paz, le corregía con amor sus faltas y así, sin ofuscaciones pasionales, ninguna se sentía humillada, y reconociendo la verdad, pedían perdón y prometían cambiar”.
              Aumentaba el número de las enfermas, y cada vez eran más los problemas constantes, que había que afrontar: asistencia médica, religiosa, alimenticia, higiénica, recreativa, psicológica, y se hacía persona a persona, cristianamente, esperanzadamente. Hay una frase, lapidaria en su sencillez, de uno de los primeros cronistas de la Congregación que lo dice todo sobre sor María Josefa Recio del Santísimo Sacramento. Dice textualmente, sin más-ni falta que hace-:
“Consiguió que su comunidad fuese feliz”.
Extractado de la obra “Luz en las sombras” de Miguel Angel Velasco

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